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jueves, 17 de octubre de 2013

Música en las series históricas: ¿adorno de rigor prescindible?

  El gran historiador holandés Johan Huizinga, en su maravillosa obra El otoño de la Edad Media (te recomiendo que la leas ipso facto si es que todavía no lo has hecho), no solo nos ofreció una magistral interpretación del crepúsculo del medievo y de todas sus contradicciones, sino algunas lecciones igualmente valiosas aunque más sutiles y breves. Al margen de recomendarte este artículo de María Cristina Ríos Espinosa para que valores los logros de Huizinga, en mi caso siempre recordaré lo mucho que una de sus reflexiones ha influido en mi propia manera de investigar:

Un historiador venidero que estudiase la sociedad actual fijándose en el desarrollo de los Bancos y del comercio, en los conflictos políticos y militares, podría decir al final de sus estudios: "he encontrado poca música; notoriamente, ha tenido en esta época la música escasa significación para la cultura". Así sucede, hasta cierto punto, a los que escriben la historia de la Edad Media a base de los documentos políticos y económicos (ed. Madrid, Alianza, 1974, p. 133).
  Además de descubrirnos la razón por la cual "la historia de la cultura debe interesarse tanto por los sueños de belleza y por la ilusión de una vida noble como por las cifras de población y tributación", el maestro Huizinga nos indicaba de forma implícita la minusvaloración que aspectos como la música habían tenido en nuestro conocimiento del pasado.

  Hoy nadie dudaría de la importancia de la música en nuestra sociedad, hasta el punto de que cualquier repaso a la historia del siglo XX no sería completa sin incluir en él a los Beatles o a Elvis Presley, por poner solo dos ejemplos universales con los que todos concordamos. Otro caso concreto que ejemplifica esta relativa importancia de la música, muchas veces solapada, tiene que ver con el acontecimiento fundamental del final de la Edad Contemporánea: la caída del muro de Berlín y la desintegración del bloque socialista. Por mucho que en los libros se estudie la perestroika y la glasnost de Mijail Gorbachov como factores desencadenantes del proceso, hace poco una encuesta (que no he conseguido encontrar en Internet) reveló que la mayoría de ciudadanos rusos calificaría como la más palpable muestra del fin del socialismo soviético nada más y nada menos que al concierto de Metallica de 1991 en Moscú.

  ¿Qué pasa entonces con la música en las series históricas? ¿Se le otorga un lugar preponderante o marginal? Aunque no hay duda del esfuerzo que supone documentar la música de una época concreta, lo tristemente cierto es que los patinazos suelen ser bastante habituales y demuestran la poca preparación en esta materia, la historia de la música, de quienes se encargan de esta faceta, lo que nos lleva a pensar que tiene escasa consideración. En líneas generales, se presta una mínima atención a la música, sobre todo cuando es muy antigua o cuando no tiene autor conocido, dos de las variables frecuentes que suceden en la época medieval y renacentista.

  La serie The Tudors fue muy aclamada precisamente porque, en principio, contaba con una puesta en escena impecable desde la perspectiva histórica. Sin embargo, se cometió en ella algún que otro error de bulto, lo que provocó que algunos historiadores británicos, como el irascible David Starkey, aquí con su pose de terrible crítico, la calificaran como "visión para paletos del reinado de Enrique VIII". Si estás más interesado en este asunto, y como seguro que tu inglés es de bastante mejor nivel que el Anabotellesco 1, te recomiendo que eches un vistazo a este artículo del Daily Telegraph.

  A pesar de tales discrepancias, y siempre en mi humilde opinión, el capítulo 9 de la primera temporada se abría con una logradísima escena:


  La factura técnica es impecable: el crepitar de las llamas en la chimenea y la luz de las velas crean un transfondo de intimidad, que contrasta visualmente con los tonos dorados y oscuros del primer plano; además, la toma se realiza con travelling giratorio para ahondar más en esta sensación de intimidad de un músico que compone una melodía y anota la música. Me parece una escena magnífica.

  Vayamos ahora a por el detalle musical. Estoy seguro de que por poco oído que tengas y por poco que sepas de música de los siglos XV y XVI, has sabido reconocer la melodía de una de las más famosas canciones de aquella época: Greensleeves, que puedes escuchar y leer la letra aquí, en versión del grupo de música celta Tuataha de Danan, o bien aquí en una versión instrumental que me gusta mucho, a cargo del magnífico grupo gallego de música folk Milladoiro.

  Gustos musicales al margen, lo realmente destacable es que existe una tradición británica que hace recaer la autoría de Greensleeves en el propio Enrique VIII. Así, según esta tradición, el propio rey habría compuesto tal canción para demostrarle su mayor afecto a la dama que más tarde se convertiría en su segunda esposa, la reina Ana Bolena. Aunque hay partidarios y detractores de esta tradición, con dudas más que razonables, me parece, sin embargo, un acierto tremendo incluir en la serie de televisión el supuesto momento en que el rey, preso de amor, escribe las notas musicales de la canción que compone para seducir a su dama. Desde una perspectiva estrictamente historiográfica, no hay nada de malo en arriesgar cuando hay datos que sostienen una evidencia, aunque haya también datos que sostengan la contraria.

  El problema está en que el despropósito apenas tiene que esperar unos minutos. Algunas escenas más adelante se nos muestra a toda la corte bailando esa misma canción, como si ya se hubiera convertido en famosa de forma inmediata. Al mismo tiempo, el rey va caminando entre los cortesanos danzantes como si nada, no presta la más mínima atención a la música ni nadie a él, cuando el hecho de que se tocase una canción compuesta por el monarca debería de haber sido uno de los eventos de mayor celebración de esa misma corte.

 

  Los guionistas podrían haber sacado muchísimo más partido al tópico virgiliano de omnia vincit Amor de haber diseñado una escena que, por ejemplo, representase al rey entregando la canción previamente escrita a todos los músicos de la corte, para que estos la tocasen en una celebración de reconocimiento. Pero, de nuevo en mi opinión, esta última escena es el anticlímax de la anterior, pues desbarata el acierto de la presentación de Enrique VIII como músico y, de nuevo, revela todas las carencias respecto a la música medieval que se cometen en estos modernos folletines de tema histórico.

  En la serie Águila Roja tenemos otro ejemplo de lo que, en mi opinión, es un desastre en la presentación de la música que supuestamente se debería de escuchar en la época en la que está ambientada la serie. Que conste que no critico la serie en sí. Aunque al principio me entretenía bastante y usé algunos capítulos y algunas imágenes para mis clases, hace ya tiempo que dejé de seguirla, hastiado y aburrido de las chorrocientas mil tramas amorosas que no añaden nada al argumento y que solo empobrecen una historia que cada vez es más romcabolesca y menos basada en la época. Sin embargo, como es una ficción histórica, es decir, como no pretenden ser fieles a los sucesos que narran sino solo ambientarlos, allá ellos con lo que quieran hacer mientras que el público se divierta.

  Eso sí: una de las cosas que más me indignaron fue esta intervención musical del personaje de Margarita, creo que en la primera temporada, porque además, salvo que me falle la memoria, era la primera vez que aparecía una imagen tan cotidiana en la época y tan fundamental para la transmisión de la lírica como la de una mujer entonando una canción mientras se dedica a labores domésticas, tema éste que podría haber sido muchísimo más aprovechado.


  Al igual que antes, estoy seguro de que por poco que sepas de música folk has reconocido de inmediato otra melodía muy famosa: Scarborough Fair, que puedes escuchar aquí (con subtítulos en castellano) a través de la maravillosa voz de Sara Brightman. Es posible incluso que, si conoces algo de la música pop de los años 60, te haya venido a la cabeza la magnífica versión popularizada por Simon & Garfunkel, la misma que mi padre, gran admirador del dúo musical neoyorquino, solía poner a veces en casa cuando yo era pequeño.


  En este caso no entro en si la adaptación es adecuada o no; aparentemente suena bonita y agradable. Pero me parece una barrabasada absoluta el meterla con calzador en una serie que recrea el Siglo de Oro español: si fue una época dorada, entre otras cosas, lo fue porque la lírica española se recitaba, cantaba, interpretaba y escuchaba por todas las tierras conocidas. Fue la época en que el español era el idioma universal de la música, como lo es todavía el inglés para el rock y también lo es el Spanglish para todo tipo actual de estilos derivados de ritmos caribeños y afroamericanos. Cualquiera puede encontrar centenares de canciones con voz de mujer que se podían haber escogido en su lugar. Si te interesa más el tema, podrás encontrar unas pocas composiciones de ese tipo en este artículo de Virginie Dumanoir.

  En definitiva, la adaptación de la bella Scarborough Fair me parece una soberana traición al espíritu de la época en que se pretende ambientar la trama. Pero como solo es música, a nadie parece importarle demasiado. ¿Qué opinas tú?

domingo, 6 de octubre de 2013

Escribir una reseña: en camisas (bíblicas) de once varas

  Todavía se siguen haciendo reseñas críticas de libros en casi todas las revistas académicas, a pesar de que sea una actividad que siempre anda bajo sospecha. Por culpa de esto, a pesar de que todavía se sigue valorando que una publicación tenga una buena reseña, los autores de muy buenos libros académicos se las ven y se las desean para encontrar a alguien que reseñe sus monografías. ¿El motivo? Muy sencillo: alguien en su día decidió que el peso académico de una reseña sería nulo. Si todavía a estas alturas del siglo XXI cuesta hacer entender a quienes te evalúan que una publicación en una revista electrónica con ISSN establecido, con su índice de impacto adecuado, debería equivaler a publicar en cualquiera de las revistas convencionales, imagínaos cómo es hacer comprender el valor académico de una reseña: igual de productivo y entretenido que hablar con la pared.

  En resumen, la inmensa mayoría de evaluadores piensa que las reseñas son un mercadeo entre profesores amiguetes y un colegueo absoluto, en plan, "yo te reseño y digo qué bueno es tu libro, tú me reseñas y dices lo mismo", un poco como la famosa canción del verano aquella de "tú me das cremita". El resultado no es más que mostrar su propia ignorancia, porque desde luego quien opina así no se ha leído nunca un libro con el espíritu crítico absolutamente necesario que hay que tener para acometer tal tarea. Leer un libro es, ante todo, procesar la información que contiene de forma crítica y aquí no hay amigos que valgan. Lo peor de esta situación es que hoy día no hay una línea clara de crítica académica y, por ejemplo, resulta imposible imaginar que puedan existir en la actualidad grandes figuras de un pasado no tan lejano, como Ricardo Gullón, con su notable carrera académica dedicada casi en exclusiva a la crítica de obras, o el recientemente desaparecido Miguel García-Posada, quien no paró de ofrecernos enormes reseñas literarias desde su modesta cátedra del madrileño Instituto Beatriz Galindo, demostrando la solvencia para tales lides de los última e injustamente apaleados docentes de secundaria. A veces la propia academia tampoco entiende bien la importancia de las reseñas literarias. Aún recuerdo la intervención de un gran medievalista, Paulino Iradiel, en el marco inmejorable de la Semana de Estudios Medievales de Estella del año 1998, en el cual mantuvo que uno de los principales problemas del medievalismo hispánico era que "se publicaba más que se leía". De inmediato, en ese mismo congreso, comenzaron a lloverle las críticas de colegas de profesión, sobre todo de quienes, en efecto, publicaban más que leían. Y lo siguen haciendo. Y lo harán.

  En líneas generales, cuando uno se encarga de una reseña se supone que ha de dominar con cierta maestría el tema general del libro reseñado. Aquí yo discrepo un poco, y no porque me parezcan mal las reseñas de libros hechos por expertos en el tema (las veo bien y las encuentro lógicas), sino que también mantengo que la visión del neófito con espíritu crítico es, cuando menos, tan enriquecedora como la del experto. Por eso animo sobre todo a los jóvenes a que escriban reseñas críticas. Es obvio que no van a tener tanta pericia como un veterano; por lo tanto, su análisis habrá de ser más profundo: han de leer mucho más a fondo el libro, han de invertir más horas y, por consiguiente, su esfuerzo será mucho mayor. A cambio, conseguirán dos cosas: la primera, poner las primeras muescas en su curriculum en cuanto a publicaciones se refiere, algo que, cuando se es joven y se empieza el cursus honorum académico, siempre sienta bien; la segunda, habrán invertido su tiempo de forma extraordinaria en mejorar su espíritu crítico con un tema que, previamente desconocido, ahora ya les acompañará para siempre. Y ese bagaje crítico no se enseña en las aulas, sino que cada uno se tiene que buscar el suyo a su manera. Pocas cosas hay tan útiles para esta empresa que escribir reseñas críticas.

  Precisamente uno de los asuntos que me tiene ocupado ahora es una reseña de un libro que, en principio, poco tiene que ver con mi investigación: las Biblias castellanas medievales de Gemma Avenoza. Digo en principio porque el libro es, ante todo, un manual de codicología, disciplina que sí está relacionada con las cosas que hago para el proyecto PhiloBiblon (del que hablaré más despacio otro día). Pero reconozco que todos los vericuetos de temas bíblicos superan mis modestos conocimientos. Por lo tanto, he tenido que echar mano de buenos amigos para molestarlos un poquito y que me saquen de mi ignorancia respecto a las particularidades (interesantísimas, no digo lo contrario) de los textos medievales escritos en castellano relacionados con la Biblia. Estoy agradecido sobre todo a David Arbesú, que gestiona una magnífica web sobre La Fazienda de Ultramar, obra medieval de enorme dificultad y atractivo basada parcialmente en la Biblia, así como a la magnífica página web del proyecto de Biblias medievales, dirigido por Andrés Enrique-Arias. Eso sí: a quien esté más interesado en estos asuntos le recomiendo que lea la reseña que un verdadero especialista ha hecho sobre este mismo libro, Javier Pueyo, integrante del proyecto antes mencionado.

  Todavía sigo limando detalles al respecto de mi reseña, pero desde ya agradezco haber decidido ponerme con algo de lo que apenas sabía porque gracias a esta osadía de meterme en camisas de once varas hallé un texto que sí me interesa mucho: un manuscrito cuya existencia desconocía, el MSS/5456, códice hebreo albergado en la Biblioteca Nacional de Madrid, que contiene al final del  mismo una magnífica traducción parcial del Génesis, línea por línea, entre el hebreo y el castellano, como se puede ver en el fol. 232v (reproducido por cortesía de la BNE):



De igual forma, también contiene una especie de mini-vocabulario latino-hebreo-español, que sin duda se utilizaría para traducir alguno de estos textos bíblicos, como se ve en el fol. 233v (reproducido por cortesía de la BNE): 



  Al final, meterse en camisas de once varas para hacer reseñas ha merecido bastante la pena solo por descubrir estos pequeños detalles.